Todo lo que me falta
De un tiempo a esta parte siento angustia en el trayecto que nos separa desde casa hasta el aeropuerto. Lo comento con Laura, trato de buscar el patrón, tirar del hilo. Es fascinante cómo las palabras encierran firmamentos, caricias —y a veces— distancias. Para mi madre la angustia es un sensación puramente física, apretura en el pecho, se refiere a ella como un mareo que roza la náusea, un malestar antiguo, quizá es su manera de nombrar a la ansiedad, esa sombra sin nombre. Laura se refugia en la definición más ortodoxa, angustia como melancolía, honda tristeza, quebranto del sentir.
“Quizá sean las prisas” —le comento; porque me pasa siempre un ratito antes de cada vuelo, de cada tren, de cada viajar a quién sabe dónde. Durante muchos años viajaba para huir, mi casa era un pantano, la vida estaba fuera. “Nuestras maltratadas maletas se amontonaban sobre la acera de nuevo; nos quedaban largos caminos por recorrer. Pero no importa, el camino es vida”. Esa cita de Kerouac presidía mi cuaderno de notas junto a versos chicos, cartas que jamás envié, facturas de restaurantes, ideas de textos que nunca fueron. Algunos sí. Mi religión cabía en este salmo: buscar con ahínco la incandescencia. La mía era una fe inquebrantable en el futuro, ese tiempo inmaculado donde habita todo lo que me falta. Pero eso era antes ¿Por qué entonces esta angustia?
No es preocupación. En la maleta hay ropa de invierno, un par de cómics, traje de baño, muda para varios días, botas de montaña, un gorro para el frío. La mochila al hombro es más ligera, nada más que este iPad desde el que tecleo, auriculares para escuchar el silencio, pañuelos de papel, un libro electrónico junto al último poemario de Carlos Marzal. Euforia. Pero mi equipaje también cobija intangibles, el anhelo de lo que no tengo —¿pero qué me falta? La carretera desde Manchester hasta Lake District es un susurro, llanura interminable, castaños, hayas y robles hacen de la carretera un endecasílabo, el cielo es de plata, se cuela algún rayo de luz como un cuchillo entre la mantequilla, las montañas abrazan la belleza del tiempo.
En mi mundo reina el orden. Una rigidez que a veces linda con la piedra fría, con la luz helada del quirófano. Quizá el destino que persigo es un bosque salvaje, una playa sin banderas, callejas donde los gatos caminan libres, un reino sin más ley que el abandono. Pero nunca llego a ese lugar, por más que viajo; me detengo en unos versos de Marzal, página doce, De todo corazón.
Entregado a las cosas,
en las cosas.
De todo corazón:
y cuando el corazón nos desengañe,
qué me importa.
No sólo a la cintura:
mejor que llegue el agua hasta la boca.
Inundados,
mejor que estar sedientos.
El camino no puede ser la vida si en tu maleta tan solo hay mañanas. Entregarse a las cosas, en las cosas. Inundados mejor que sedientos porque tras el deseo no hay más que arena, la espuma de los días que no fueron, el futuro es una mentira. Lo que ha no pasado no pasará, nunca, por eso no encontrarás la paz sobre las aceras de lo nuevo. Amanece en Ullswater, dormimos en una cabaña frente al lago, me despierta una manada de gansos, vuelan bajas las alondras sobre el lago. Comienza a llover, las gotas repican sobre el lucernario —son los acordes de una sinfonía matemática, bellísima, el mundo aquí no tiene prisa. Petirrojos y gorriones anuncian el nuevo día. En torno a la cabaña florece el narciso. Miro, escucho y siento. Ese es el viaje.
Precioso texto. En mi caso esa angustia es puro miedo. No sé si a que pase algo, a que el final me encuentre fuera de sitio, a no encontrar eso que busco.
Vas a tener que escribir una guía de esos lugares maravillosos... Con los que soñamos cuando leemos tus letras.
Pensar q nos falta algo siempre... quizá por eso avanzamos, buscamos, no nos conformamos, pero llegar a la conclusión final para mí es lo importante:
Miro, escucho y siento. Lo has definido muy bien.Yo añadiría agradezco.💚