Felicidad

Me escribe un lector de Claves, me dice que recuerda una pregunta del Consultorio sin miedo, que maldita sea su estampa pero que se le olvidó hacer captura, que si por favor puedo recuperarla —tan solo tiene una pista, era en torno a la felicidad. La recuerdo. La pregunta no podía ser más sencilla: “¿Claves para ser feliz? ❤️”. Así, tal cual, con el corazón en rojo y la concisión de quien ve el mundo sin cinismo. Esta fue la respuesta: “Me dijo una vez Ricard Camarena que para él la felicidad era el talento para gestionar la distancia entre lo que se desea y lo que se tiene”.

Cuando me escribió yo andaba paseando por el barrio de Palermo en Buenos Aires, allí el verano impregna de vida los bulevares, el Río de la Plata, la luz bellísima tomando hasta el último rincón de sus anchas calles cruzando jacarandas, melancolías, otoños. En pocas horas despegará el vuelo de vuelta a casa. Continuaré con la lectura de Los años de Annie Ernaux, quizá escriba un rato —finalmente no lo hago. La noche en el Airbus de Aerolíneas Argentinas llena de complicidades el camino, intentamos dormir, el viento sobre el fuselaje del avión a doce mil metros de altura sobre el océano es un bálsamo. En algún momento del viaje se cuela en mi duermevela la resolución de Ricard, gestionar la distancia entre lo que se desea y lo que se tiene. ¿Quiere decir eso que hay que olvidarse de los grandes anhelos? ¿Es la sencillez el material del que se forja la felicidad?

No, es que sencillamente esos grandes sueños han de verse como lo que son: proyectos que quizá sean en algún momento, pero quizá no. Vidas que quizá vivamos, pero quizá no. A lo mejor ilusiones, pero desde luego no requisitos para nuestra felicidad. Porque la alegría, casi siempre, está en lo pequeño. Por eso hay que prestar atención (con urgencia) a lo que nos rodea, los ojos bien abiertos, el corazón de par en par. Pasar la mano por el lomo de nuestros gatos, escuchar su ronroneo atávico, Titi me preguntó, cuando llueve fuera y estamos en casa, volver a ver Cómo entrenar a tu dragón, la siesta de los sábados, el ceviche de Come by Paco Méndez; pedir un café en Madrid, que no esté demasiado caliente ni demasiado frío, su calor en mis manos. El sonido de una máquina de escribir, las noches de París, el olor de un libro. No repetir en los sitios, como escribe José Luis Sastre, “con el argumento de que así, ya que la vida es finita, veré más o probaré más. Y, por tanto, viviré más”. That I would be good de Alanis Morissette, el olor de la piel de Laura, el cobijo de su cuello, el camino hacia el mar. La belleza del recogimiento, el silencio elegido, el tacto del cashmere. Una pizza en el horno, la mirada del perro que se cruza en la calle, su ofrenda de lealtad infinita, la madera en la chimenea, el mensaje que cada mañana me regala mi madre, “Buenos días”. La flor del narciso, que florece cuando muere el invierno, entrar en una librería, no perder la esperanza. Tiempo en las manos. No hace falta más.

Flores de Clara Hoffman