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De un tiempo a esta parte busco destinos donde reina el silencio. Es el único requisito imprescindible, que sean viajes en busca de la calma. Bosques en Dolomitas, pueblos perdidos en Highlands, fiordos en Noruega. Si me hubiesen preguntado hace unos años (vamos a decir diez) en torno a los porqués tras ese querer jondo hubiese respondido (creo) que anhelo el silencio porque es lo que habita a mí. Y uno busca lo que tiene dentro. La cabra siempre tira al monte —toda esa cháchara, pero qué va. Ahora sé que es exactamente lo contrario. Busco con desesperación el silencio porque no lo tengo, porque bajo la piel (y los huesos) late un ruido ensordecedor. Nadie lo oye. Pero yo sí.
El camino desde el aeropuerto de Dublín hasta County Clare se hace largo, pesa el cielo gris, pero el bosque que cobija a Dromoland Castle hace que merezca la pena cada kilómetro. La memoria se hace chica ante este otoño que guarece todos los otoños que han sido, que están siendo, que un día serán. Cómo es nuestro disco duro emocional —tan solo recordamos el asombro. Llegamos, llueve, wellies en el zaguán, huele a leña antigua, es cálida la moqueta del suelo. Tras dejar las cosas en la habitación buscamos el sendero que lleva hasta la arboleda. Serpentea el sendero entre cipreses, robles y tuoias. Algunas están cubiertas de musgo, es la vida que se resiste al abandono. Laura me enseña cómo son las hojas del Ginkgo biloba. Escucho una lechuza, reconocemos la madriguera de un tejón, nos adentramos en un bosque encantado; hadas, duendes y elfos custodian sus árboles centenarios. No se escucha nada más que nuestros pasos sobre la hojarasca. Observamos, allá a lo lejos, un grupo de ciervos cruzando el camino. Nos miran sin miedo, pero con respeto, siguen su travesía hacia quién sabe dónde. El lago refleja el color teja de las copas.
Atardece pronto, un whisky frente a la chimenea, el aroma a tiempo lento cubre de calma cada segundo, me bajo el libro de Jacobo pero no es el lugar, ni el momento, repaso los correos. Se cuela en mis rutinas una recomendación de Rut, pertenece a una de las voces que más he amado, Jesús Quintero. Es un cachito de Memoria del silencio. El mundo desde la colina, editado por Temas de hoy. “No gastes demasiadas energías en cosas que no te van a hacer más feliz ni más sabio. Da la vida gratis, si te apetece, pero no aceptes sobornos. No te dejes matar por nada ni por nadie que no hayas elegido tú mismo. Si estás en un bache, procura salir cuanto antes. No renuncies a lo que es tuyo, si no es por generosidad. No te rindas mientras te quede un cartucho de vida. Si tu destino se empeña en llevarte la contraria, tú sigue tu camino y déjalo que se pierda por su cuenta. Recréate en los detalles”.
Ya es de noche en el castillo, el firmamento es un lienzo, no cabe una estrella más, el silencio es un salmo. En cualquier parte del mundo, cada noche es diferente a todas las noches. Resignarse es perder la partida. Hazlo todo por algo. Acepta (esto es lo que más me cuesta) saberte perdido, porque nada será nunca como esperabas. Sé compasivo con el camino andado, porque te ha traído hasta aquí. Observa el aire quieto. Mira siempre el cielo.
Silencio
Es el silencio el que nos permite ser. Los años y una vida de ruidos, externos e internos, nos hacen buscarlo con más ansia si cabe. Silencio de un libro, de una buena pieza de música, de la naturaleza, solo el silencio de lo sencillo nos calará hasta los huesos. Gracias como siempre Jesus.
Maravillos carta, Jesús.
Aprovecho este comentario para recomendarte a ti y a los que me lean “La hora violeta”, de Sergio del Molino. Un libro muy duro pero necesario, para dar voz a esas personas sin entrada en el diccionario que son los que han perdido a un hijo. Quizá esta época oscura del año es en la única en la que habría sido capaz de terminarlo. Está maravillosamente escrito. El libro tiene 10 años pero acaba de ser reeditado por Anagrama.
Un saludo a todos y buen fin de semana. Y llevo a tu mamá en mis pensamientos 😘 Ojalá note de algún modo ese sostén que os mandamos desde aquí.