Me gusta pasear por Barcelona, especialmente a esa hora en la que el sol se pone, capvespre. Los últimos rayos de luz dejan atrás la tarde, la noche asoma su presencia, pero todavía no —algunos de los mejores fotógrafos que conozco aman este momento exacto, le llaman la hora dorada, golden hour. Dicen que uno de mis directores favoritos, Terrence Malick, tan solo rueda durante ese cortísimo espacio de tiempo. Los tonos de cada detalle en passatge de la Concepció mutan hacia la calidez, la temperatura del color se templa, nacen tostados, aúreos y anaranjados.
Las calles son un bálsamo, me gusta —me acoge— esta ciudad tranquila, su vivir es una contienda infinita entre el seny y la rauxa. Calma y arrebato. El punto intermedio es una quimera, un espacio inhabitable, el equilibrio es imposible. Comparto un café con Martina, mi editora en Destino. Me asusta lo que viene. Se lo digo. Ella es seny, me dice que lo más duro ya ha pasado; no me siento parte de su mundo, a veces de ninguno, un in…