Han vuelto los viajes al ritmo acompasado de la vida. No entiendo una cosa sin la otra. Arranco este texto en el tren que nos traslada desde el aeropuerto de Zúrich hasta Neuchâtel, ciudad universitaria, nos espera una casa tranquila frente al lago, bajo los cerros (todavía nevados) del Jura. Dejamos Lucerna a nuestra izquierda, Laura ilustra —ellos no lo saben, pero nuestros compañeros de vagón, absortos en sus quehaceres, serán sus modelos a lo largo de estas dos horas. A veces le digo: ¿Por qué no les regalas sus retratos? Nunca lo ha hecho. “Me da vergüenza”. Es una pena —le contesto siempre, cada una de esas personas lo consideraría (estoy seguro) un regalo. Sus libretas son trocitos de vidas ajenas. Nunca imaginamos lo importantes que somos en las vidas de los demás, las surcos que dejamos, las alegrías que quizá radiamos pero también lo otro (el daño). Crecí negando esta certeza: cada cosa que hacemos afecta a quienes nos rodean. Es verdad, tiene razón Donne, ningún hombre es una isla. Infinitos lazos invisibles nos conectan.
Hay un silencio absoluto en nuestro camarote. Me muevo bien en el silencio, el ruido me lleva al ruido, es en la quietud donde puedo ser. Durante el vuelo he continuado con la lectura de Pequeñas cosas bellas de Cheryl Strayed, me está entusiasmando. Alumbra, como deben hacer los buenos libros. Prender la candela. Escribe sin piedad pero también desde un lugar al que me cuesta asomarme, tan pendiente que ando de mí mismo: la misericordia. Subrayo un cachito de una respuesta a Johnny, un hombre muy perdido que no se atreve a decirle a su chica te amo: “Lo que a ti te da miedo no es el amor. Lo que te da miedo es toda la basura que has vinculado al amor. Y te has convencido de que negar una sencilla palabra a la mujer a la que crees amar te protegerá de toda esa basura. Pero no es así. Estamos en deuda con las personas que nos importan y a las que nosotros importamos, tanto si les decimos que las queremos como si no. Nuestra principal obligación es ser sinceros: explicar cómo es nuestro afecto cuando esa explicación puede ser trascendente o clarificadora”. Es verdad; callarse, no expresar, no decir lo que sentimos nítidamente —es negarle al otro la posibilidad de sentir. Negarle la posibilidad (por lo tanto) de ser parte de tu historia, pero lo será igualmente. Nos callamos porque pretendemos ese imposible: vivir ajenos a las consecuencias. No se puede. Crecer, también, es aceptar este vínculo con el mundo. Esa conexión puede ser terrible pero también deslumbrante.
Llegamos al hotel Palafitte, atardece frente al lago Neuchâtel, a lo largo de la noche tan solo escucharemos el sonido del agua sobre las rocas, los patos desperezándose, me gustan mucho los destinos “de verano” fuera de temporada. El silencio. Me he pasado la vida huyendo porque (¿por qué?) me aterraba exponerme al daño, la lógica no podía ser más tóxica: si vivo ajeno a los demás nadie podrá dañarme. Seré una isla. Aislado del mundo que me rodea —y por lo tanto, también de mi sentir. Nuestra principal obligación es ser sinceros, también con nosotros mismos. Saldar esa deuda sagrada.
Que bonita carta. Una vez note en un viaje en tren como un chico me dibujaba. Me miraba constantemente y dibujaba en su cuaderno. Cuando lo miraba bajaba la cabeza y mientras leía notaba como volvía a mirarme. Me hubiese gustado asomar la cabeza al cuaderno. Y me hubiese gustado todavía más que me regalase esa página en la que dibujaba.
Buenos días, es cierto, nunca imaginamos lo importante que somos en la vida de los demás.
Esta misma reflexión la hice hace no mucho tiempo después de tomar un vino con un hombre que ha sido importante en mi vida y él no es consciente de ello. Y pensé, seré yo importante para alguien y no soy consciente?
Preciosa carta.